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El síndrome del suplemento

Como tantos ciudadanos, había visto en un montón de suplementos, El Viajero, las fotos de playas vírgenes y vacías del Parque Natural de Cabo de Gata, así es que el primer día de mis vacaciones decidí acercarme hasta Mónsul.

Cuando llegué a la pista vi que muchos habíamos tenido la misma idea y me sumé a la cola de coches. Pensé que íbamos con lentitud obedeciendo la indicación del cartel redondo con un veinte, pero cuando llegué a la altura del molino y divisé la bahía la cola de coches se perdió del alcance de mi vista y un gran vehículo nos adelantó al resto, dejándonos inmersos en una nube de polvo y confusión.

Bauticé a esta aglomeración como el “síndrome del suplemento” e intenté darme la vuelta antes de quedarme embotellada, pero era demasiado tarde y ya formaba parte de un interminable gusano que avanzaba hacia el paraíso.

Al cabo de una hora llegué a Mónsul soñando con darme un baño, pero como no pude aparcar y no conocía la zona di media vuelta y volví a formar parte de la caravana que volvía en sentido contrario, donde de nuevo, como escapados de un pelotón ciclista, los coches más grandes hacían adelantamientos imposibles envolviéndonos al resto de lo mortales en una gran polvareda.
Foto: Camino cerca de las Calas de Barronal, © AP

Al día siguiente decidí ir a Cala San Pedro. Pensé que como había que andar bastante habría menos gente. Tal como decía mi guía, allí estaba el Peñón Negro y detrás el paraíso. Avancé por el sendero cerca de una hora hasta divisar la cala, ¡cielos, era un camping!, pero sin servicios, lo que hizo imposible los paseos por los alrededores de la singular cortijada. Me acerqué a la playa inmersa en un ambiente juvenil y festivo, pero Cala San Pedro se había quedado pequeña. De nuevo pensé en el “síndrome del suplemento”. Vi cómo entraban barcas hasta la orilla trayendo visitantes y aproveché para huir de vuelta en una de ellas.

Foto: Camino de la Playa de Mónsul, © Amigos del Parque

Al día siguiente me fui andando a Genoveses por la montaña. La entrada al camino era un trozo de pista ancha que encontré después de pasar por una enorme edificación fantasma y varios montones de escombro. Por la pista había neveras, restos de tuberías semienterradas que no iban a ninguna parte, pendientes con piedras amontonadas de otras montañas, una lavadora... pero al fin llegué a un sendero que bajaba, tal como decía mi guía, entre

tomillo y esparto, viendo la bahía en todo su esplendor y acercándome al paraíso. Cuando llegué hasta la misma playa confirmé que el hormiguero que divisaba desde arriba era real y pensé de nuevo en el “síndrome del suplemento”.

Dejé el macuto en la orilla y me di al fin un baño. Soy una persona normal y no me molesta la gente, pero cuando me pasó al lado una moto de agua haciendo directamente su salida desde la playa me asusté bastante. Cuando salí del agua un perro grandote levantaba ya la pata sobre mi macuto dejándolo hecho un asco. Como había mojado mi toalla me senté en la arena, lo cual en una playa como las de las fotos habría sido idílico, pero aquí tuve que apartar antes una botella vacía, un zapato viejo y un montón de colillas. Me volví por el frágil sendero que olía a tomillo dejando paso a un grupo de excursionistas que parecía no verlo y lo pisaba con sus grandes botas.

Tal vez quedara alguna playa más tranquila pero no supe encontrarla. Los habitantes estaban tan ocupados con la temporada, los puntos de información tan llenos y los veraneantes de tan mal humor que no me atreví a preguntar.

Miranda de Miranda