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Requiem por nuestros árboles |
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Hace poco menos de treinta años un grupo de jóvenes tristes y airados se congregaron en torno a la fuente de Mojácar. Con gritos y protestas intentaron impedir la tala de los árboles centenarios que la cobijaban. Su gesto fue inútil.
Poco podían imaginar entonces que estaban asistiendo al preludio de un exterminio sistemático. Una destrucción calculada que ha tenido sus últimas víctimas este año en los ficus que adornaban las plazas de Carboneras, Níjar y Agua Amarga.
¿Razones? Las más evidentes, y aducidas por los ayuntamientos, son que las raíces de estos árboles son dañinas. Que afectan al pavimento y a las tuberías e incluso se meten en las casas. Nuestros antepasados conocían este problema y por eso plantaban los ficus a veinte metros como mínimo de cualquier construcción. Claro que ahora el boom inmobiliario ya no puede respetar el espacio de las raíces arbóreas.
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Y, por otra parte, aunque éstas sean tan perjudiciales, los ficus que todos conocíamos llevaban en nuestras plazas más de un siglo, se habían convertido en un vecino más, bajo su sombra nos sentábamos en verano y sus copas, a fuerza de ser podadas, habían adoptado el aire de capillas naturales que abrigaban nuestras charlas.
Talarlos sin sustituirlos por otros árboles igualmente frondosos es desnudar de forma insensata nuestros lugares de encuentro. Y sumarse a la moda de las “plazas duras” que se erigen en las ciudades y en las que sólo se ven el hormigón y las farolas.
Es el camino que llevan plazas como las de Níjar y Agua Amarga, convertidas ahora en una amalgama de azulejo y cemento con algunas frías sombrillas blancas. En otros casos como el de Carboneras, donde los ficus han sido sustituidos por palmeras, el remedio amenaza ser peor que la “enfermedad”. Las palmeras son muy exóticas y ornamentales, pero pueden contraer enfermedades que no las dejen crecer, o las conviertan en esperpentos contrahechos y de cabellera deshilachada.
Podríamos decir que más vale algo que nada. Y quizá no nos equivocaríamos. Donde nos equivocamos seguro es en dejar que se lleven nuestros árboles, testigos entrañables durante años de los pesares y alegrías de nuestras vidas. Y dejar que los talen sin manifestar nada o tan siquiera reunirnos en torno a ellos para decirles adiós como hicieron hace treinta años aquellos jóvenes en la fuente de Mojácar.
Gloria Garrido
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