El garfio exacto de arena
que acuna la bahía,
la luz crujiente,
estas gafas de reloj y humo, las horas tan blancas
como el blanco muerto de las siemprevivas,
y las huellas de tu mirada en la misma duna
que acarició los tobillos del último
mercader de alumbres.
Y es sueño el volcán
callado tras el temblor de una amapola,
el ejército de jirafas que clava los agaves,
y el romero en el ocre de la brisa,
y las colinas quietas, vigilantes del silencio.
Detrás de aquella
risa el acantilado sueña
espadas negras de basalto, ágatas al cabo
de riscos como gruñidos, peñas con
piel
de gorila, catedrales de tierra rota
y limbos y pétalos naufragados.
Allí donde la gran
roca sueña y se ríe,
dice el aire que aquello, aunque se llame mar,
no tiene nombre, y todo parece vapor, guiños
de un eclipse, mientras la piedra respira, párpados
adentro, sobre una alfombra de palabras de luna.
Nestor Carmona
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