Mar de Carboneras
Morado, erguido, ávido,
el mar, solo, en la noche, nos reclama.
Mi sangre tiene, con tu sangre,
la edad del mar y su latido.
Entramos a su cuerpo
musculado y viril. Y nos abruma,
nos tiñe con sus salivas violetas.
¿Cómo saber en dónde empiezas tú
y en dónde me termino?
Yo tengo cicatrices
de heridas que te hicieron.
Si nos penetra el mar
es porque somos él:
nos confundimos...
Como si fuese la primera vez
o la última vez,
como si fuese la vez única...
Para ciertos recuerdos
hay un álbum de agua.
Sin duda el poeta ha vivido la experiencia de la transfiguración de la bahía de Carboneras al atardecer, mientras el sol se aleja hacia poniente y sierra Cabrera ofrece la pantalla mágica sobre la que reverbera la luz y tiñe el cielo y las nubes y los farallones acantilados de cromatismo: dorado, violeta, rosáceo, púrpura, plata y negro. La lenta sucesión del tiempo (desde la luz a la sombra) derramándose sobre la costa y fantaseando sobre la superficie del mar y sus secretos abisales.
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Esta mágica comunión o cópula entre luz y agua encuentra el equivalente lírico entre el cuerpo y los recuerdos de los que dará cuenta ese «álbum de agua». Todo resulta primigenio, inaugural y esencial hasta el momento de la unión. El ritmo, el cromatismo, la saliva del agua atrae los cuerpos y los posee en su acuosa materialidad, donde alguna vez hubo branquias ahora hay entrega gozosa. Ahora bien, el poeta sanciona y enumera: primera, última, única vez. La exclusividad del instante se proclama en la entrega generosa: «nos confundimos».
El primer verso es ya todo un reclamo: Morado, erguido, ávido, como decir: color, forma y deseo. El mar y el poeta se compenetran, se entienden, comparten el mismo latido, hasta han padecido las mismas heridas. Así lo señala Lezama Lima en Paradiso: «las progresiones lentas del oleaje marino, viejo guerrero con muchas heridas».
Los últimos versos ofrecen la enseñanza de esa experiencia: la consumación por el agua de un instante único, que lo vuelve exclusivo, el recuerdo de los cuerpos confundidos y penetrados por un mar homérico, fijados en una fotografía, archivados en un álbum.
No perdamos de vista la generosidad del poeta, su entrega física a este mar de Carboneras y el goce del encuentro amoroso desplegado entre el cuerpo y el mar, a fin de cuentas se trata de un baño al anochecer, pero de esta experiencia cotidiana se extrae una visión telúrica que siempre acompaña las profundas inspiraciones de los artistas que viven en este paraíso natural de mar y luz, de tierra y cielo.
En este caso el mar es un dios arrollador, viril, musculado, símbolo fálico sin duda. No hablamos de la mar de Rafael Alberti, sino el mar mítico, Poseidón y Neptuno. De las playas de Carboneras ascendemos a la visión homérica del mar mediterráneo. Aunque connote algo de acabamiento, también significa furor amoroso. Ese mismo que Antonio Gala, con su maestría y su depurada sensibilidad, ha sabido plasmar. Afortunado regalo para el Parque Natural y el pueblo de Carboneras.
Miguel Galindo
Colaborador del equipo de redacción del Eco del Parque |