El poeta que ocupa nuestra visita
de hoy se llama Joan Margarit (1938). Arquitecto catalán,
catedrático en la Escuela Técnica Superior
de Arquitectura de Barcelona y un enamorado del mediterráneo.
Tiene una extensa y reconocida obra poética y
mantiene vivos unos vínculos sentimentales con
Andalucía y sus ciudades (Córdoba, Cádiz,
Granada y Almería), a través de sus poetas
y sus editoriales. Delicado poeta sufriente él
mismo que ha demostrado el valor de la poesía
en catalán y en castellano. Nuestra sorpresa
fue descubrir en la última antología de
su poesía, Arquitecturas de la memoria (Cátedra,
2006, edición de José Luis Morante) un
poema que incorporamos al patrimonio del Parque y que
confirma nuestras expectativas sobre la capacidad creativa
que nuestro entorno desencadena en los espíritus
sensibles y delicados que han mirado de otra manera
sobre la realidad que, a los que vivimos y somos de
aquí, nos parece natural.
Nuestro viaje quiere realizar un recorrido por su obra,
aquella que se mece apacible por la arena de las orillas,
tomando como ejemplo el poema que reproducimos. Un sentido
homenaje al lugar natural del poeta: el límite,
la costa.
Uno de sus temas de inspiración
es el tiempo. Percibido desde distintas perspectivas.
El tiempo que pasa irremediablemente, el tiempo que
imprime sus huellas en el recuerdo y el tiempo que deja
sus signos en el presente. Esta triple dimensión
se proyecta sobre la muerte, la ciudad y el mar.
No es casualidad que el poema
nos convoque a otros conocidos poetas y ofrezca como
escenario el Parque del Cabo de Gata. Antonio Jiménez
Millán, Javier Egea, Ángeles Mora, Teresa
Gómez han cantado en algún momento de
su obra este encuentro inusitado entre la geografía
y la poesía.
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Costa de Poetas
Él siempre
hablaba de la soledad
Antonio Jiménez Millán,
Cabo de Gata
Invernaderos en
el horizonte
relucen como un mar de hielo gris.
Al llegar a la playa me deslumbran
los grandes túmulos de sal.
Junto a cada casucha
la barraca
de madera con artes de pescar.
Muertas redes enfrente de la puerta.
El viento empuja el oleaje
contra el espigón negro de cemento,
arqueológicos restos de un mañana
que ignorará lo que los muertos vimos.
La mayor de las
casas, destartalada y blanca,
abajo tiene un comedor. Arriba
hay unos pocos cuartos luminosos.
Me atiende una mujer. Sin sonreír.
Con el Levante la mar gruesa ronca,
se agitan hojas secas de la palmera
en la huesuda pérgola que ampara una gran ancla
abandonada, negra por la herrumbre.
La soledad cerca
a los viejos: hace
que me indigne tan sólo por pasión.
Por la mera alegría.
Por lucidez. Los enemigos son
mi único remedio contra el asco.
La cólera sin gritos ni tumultos
suplanta a la ironía. La cólera es fracaso,
es lejanía y frío, es decidir
amar el odio antes que no amar.
Va oscureciendo,
pero nadie enciende
ninguna luz: un velo de recuerdos
va cubriendo la fonda.
Sentado en un rincón, callado, el hombre
que sirve el comedor.
Hasta la cena no hace nada más.
Detrás de él está el mar. Son gente
triste.
Isleta del
Moro, marzo de 2003
Es una descripción,
una narración y una elegía. Acertadamente
combinados los distintos planos expositivos. El lugar
se nos presenta disperso e inserto en el descubrimiento
narrativo. Invernaderos, barracas, fonda, comedor, indican
las etapas de un viaje al recuerdo. El lugar que inspiró
a Javier Egea su libro Troppo Mare. El recorrido sin
embargo se torna elegíaco en el mismo momento
en que el poeta toma contacto con los signos del paso
del tiempo, «muertas redes», «ancla
abandonada, negra por la herrumbre». Sus habitantes
«Son gente triste», la mujer inexpresiva,
el hombre silencioso.
El tiempo del
poema nos ha llevado desde la impetuosa luminosidad
de la primera estrofa, al demorado y lento atardecer
de la última estrofa: «Va oscureciendo».
Es este el momento más sentimental del cuadro
desplegado: «un velo de recuerdos/ va cubriendo
la fonda». Sólo se escucha el mar batido
por el Levante.
El ritmo lo impone
la naturaleza, por eso el mar golpea contra el muro
de hormigón (algún día será
resto arqueológico), empujado por el viento,
mientras el sol relumbra sobre los invernaderos y la
sal deslumbra la visión. Al oscurecer «nadie
enciende una luz», entregados a esas poderosas
fuerzas cósmicas, el hombre, la mujer, se dejan
llevar dóciles e indiferentes sometidos al paso
del tiempo. Sólo la rutina del trabajo en la
fonda distrae de su letargo a estos seres abandonados
a la soledad, como los ancianos. Ante esto el poeta
se indigna, pero no se deja llevar por la fácil
cólera, alimentada por el odio, y canta su tristeza
por lo irremediable. El sentimiento compartido es definitivo.
El homenaje al poeta difunto se hermana con el dolor
del poeta viajero y ambos encuentran un fraternal lugar
literario a través del recuerdo, el canto y la
palabra.
Un paseo desde afuera a dentro, del cuadro impresionista
(la segunda estrofa parece una «marina»)
a la elegía: el expresionismo y la tristeza.
Sería una
falta de delicadeza por nuestra parte no reproducir
el poema también en catalán, la otra lengua
materna en que fue compuesto. Sin duda, la íntima
voz de Joan Margarit.
Costa de Poetes
A l´horitzó
llueixen hivernacles
com un mar de gel gris.
En arribar a la platja m´enlluemen
els grans túmuls de sal.
Vora cada casota
la barraca
de fusta per als estris de pescar.
Al davant de la poxa xarxes mortes.
El vent empeny les ones, que s´estrellen
contra lespigó negre encimentat,
restes arqueológiques per a un demá
que desconeixerá el que hem vist els morts.
La més
gran de les cases, blanca i rònega,
té a baix un menjador i, al pis de dalt,
algunes cambres lluminoses.
Una dona matén. Sense somriure.
El Llevant fa roncar la mar gruixuda
i agita fulles seques de palmera
damunt lossuda pèrgola que empara una gran
àncora
abandonada, negra de rovell.
La soledad assetjsa
els vells:
em fa indignar por mera passió,
per lalegria, per la lucidesa.
Els enemics són
ara
lúltim remei que em queda contra el fastic.
Sense tumults i sense crits, la còlera
suplanta la ironia. La còlera és fracás,
és llunyania i fred, és decidir
estimar lodi abans que no estimar.
Es fa fosc, i
ningú no encén cap llum.
Un vel com de records cobréix la fonda.
En un racó del menjador, callat,
sasseu lhome que du el menjar a les taules.
Des del dinar al sopar no fa res més.
Darrere seu hi ha el mar. Una gent trista.
Para llegar hasta
aquí Joan Margarit ha realizado un largo recorrido
donde destacan poemarios de madurez como Luz de lluvia,
Edad roja, Los motivos del lobo, Aguafuertes, y, sobre
todo, tres importantes poemarios para el nuevo milenio:
Estación de Francia, Joana y Cálculo de
estructuras. Caracterizados por el recurso a la introspección,
Joan Margarit explora desde distintos niveles de conciencia
en el pasado, configurando la autobiografía del
yo poemático. En el primero la guerra civil y
la posguerra se sobreponen al latido personal; en el
segundo es la muerte (reciente fallecimiento de su hija
Joana) el motivo del canto: «El tiempo ha ido
dejando sobre la cicatriz / su polvorienta arcilla,
y es que, incluso / cuando uno ama a alguien, sobreviene
el olvido»; el paso del tiempo, como un sedante
inadvertido, encuentra en el poema la sublimación
del dolor. Finalmente, Cálculo de estructuras
(donde se incluye nuestro poema) es ya el lugar de lo
vivido, dominado por las evocaciones y el diálogo
con los recuerdos. La emoción, sentimientos sombríos,
secuencias incrustadas en la memoria, las enseñanzas
morales representan distintas formas de la lucha contra
la vejez y el acabamiento. Como afirma José Luis
Morante, en este libro «habitamos un edificio
cuyos muros evidencian grietas», lo que en palabras
de Luis García Montero «El yo abandona
su desesperación misteriosa para hacerse narrativo,
novelesco, partícipe de la realidad diaria».
Una realidad, añadimos, dominada por una historia
rota, la muerte y el amor.
Miguel Galindo
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