El poema rinde un homenaje
a tanta belleza y pertenece a Paisajes de una
tribu (Mojácar, 1999). En su brevedad queremos
resaltar las cualidades líricas de su autora.
En primer lugar lo esencial y primitivo de su
descripción; en segundo lugar, la sencilla
reflexión y, finalmente, la ironía.
Son tres planos distintos sobre una misma realidad.
La descripción presenta: piedras,
agua, luz, palmera, gaviotas, aire, barcos, mar,
piedras, olas; La reflexión dice:
Ahí está todo; la conclusión
irónica no se hace esperar: sin haber
hecho yo nada. El sujeto lírico yo
se inserta en un verso definitivo entre un adverbio
negativo: nada y una preposición
negativa sin. La naturaleza está
ahí antes del yo, y el encuentro
desencadena la reflexión de este sobre
su nimiedad y su mansedumbre ante la magnificencia
de la misma: Salvo mirar
.
¿Y la ironía?
Los dos últimos versos cotidianizan la
experiencia desplegada en el poema: la dulzura
de la piel de la fruta contrasta con la dureza
del camino recorrido: las piedras.
Aquel yo magnífico que visualiza
la naturaleza y la nombra con palabras esenciales,
se sorprende del poder creador de la (su) mirada
y su insignificancia. Ante ello, la experiencia
irónica concluye con la cotidiana y popular
tradición de arrojar cáscaras de
frutas al mar, al río, a la corriente,
a lo que fluye bajo nuestros pies y no sabemos
darle un nombre. Ya Lorca arrojaba limones redondos
al río Guadalquivir. Un cuarto plano, metaliterario,
se proyecta sobre este final del poema. Esta referencia
intertextual nos lleva a comentar la curiosidad
de que el libro, largamente madurado, sólo
presente como emblemas de autoridades magistrales
reconocidas a dos grandes y admirables poetas
lusitanos e ibéricos: Fernando Pessoa y
José Saramago. La poesía castellana
se presenta bajo unos versos de Rosalía
de Castro. ¿Acaso nuestra poeta almeriense
quiere establecer un diálogo con la lírica
galaico-portuguesa? Muy lejos de nuestra intención
establecer tal vínculo. Nuestra poeta limita
al norte con la poesía de la experiencia
(véanse lo títulos). Una poesía
realista, que nombra lo que canta, que se implica
e involucra desde una perspectiva ética
que se propone como enigma al lector. Ella dice:
ahí está el poema, déjate
sugerir por las imágenes y descubre. Además
conecta con el gusto por el libro, concebido como
un todo. Estructurado en cuatro partes, como otras
tantas vidas yuxtapuestas: Antas, Alemania, Ucrania,
el hogar familiar.
En este breve poema, inspirado
en una cala del Parque, las realidades impregnan
y dominan al ojo y éste se subyuga ante
lo que ve. Las manos entonces derraman cáscaras
de naranja, humilde homenaje del cuerpo entregado
a una naturaleza limpia que lo posee. La mirada
figurativa podemos descubrirla en la primera estrofa.
Parece un cuadro, una marina, hasta percibimos
la escena en perspectiva: mar y piedras en el
centro, en primer plano la palmera (simbólicamente:
el oasis), arriba, las gaviotas y el sol (la luz)
y al fondo, sobre el mar, rielando entre la luz
y el agua, unos barcos se balancean en la línea
del horizonte. Afuera, y sobre la melodía
de los dos versos siguientes (suena la piedra
y el mar), que, aislados, recrean el encuentro
definitivo entre estos elementos, se sitúa
el yo contemplativo, extasiado y arrobado ante
la belleza de la naturaleza. Ese roce constante
determina el posicionamiento del yo,
insignificante, pero no indiferente. Cualquier
gesto, a estas alturas, resulta decisivo. Beatriz
Torres conecta con la ética de la naturaleza
y el arte:
Y dejar entre las piedras
unas pieles de naranja.
El silencio de la escena
y el título del poemario nos establece
otras claves líricas, que no sabemos si
operan en el nivel consciente, pero que remiten
a José Ángel Valente y su ensayo
Palabras de la tribu.
Miguel Galindo
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