Este es el relato corto de una anécdota que me ocurrió en un día de otoño. En un día de lluvia, cuando a solas tomaba un café en la terraza de un bar, mientras me debatía en como ponerme a trabajar sin apenas motivación y cansado de la voluntad puesta en tantos otros días pasados donde, perseverantemente, parecía haber agotado mis fuerzas.
Como decía el día era sin luz y desapacible. Llovía con intensidad. El mar se removía en sus olas, en su color verde gris. Me senté en la terraza de un bar de la plaza, bajo una lona que tan solo impedía el paso del agua. Sentado allí, pensativo, con mis manos frías rodeando la taza caliente del primer café. Las mesas, la terracilla, la playa a pocos metros, la plaza entre solitarias palmeras… estaban vacías, no había absolutamente nadie bajo aquel aguacero. Ni un alma…
Me puse a escribir sobre un periódico del día anterior, como si el hoy no existiese. Nada importante. Como una manera de entrar mentalmente en acción. Así anduve, absorto, unos minutos hasta que levanté la vista y vi a dos personas, a escasos metros de mi, hablando simpáticamente y ajenos a la lluvía, al día y a mi persona… Poco a poco su conversación llegaba hasta mi imperceptiblemente, incluso me iba envolviendo, a lo que inconscientemente yo no puse resistencia alguna. Tal vez me sentía tan solo y destemplado, que hasta aquella conversación, aquellas personas; como la taza y el café calientes, eran lo único que parecía dar abrigo a mi alma, en esos momentos desarraigados e inhóspitos de un casi andariego.
Eran un hombre y una mujer apostados justo al final de la lona que nos cubría. Él le decía a ella:
- Mira que estás guapa. Te miro y te veo guapa. Guapa, guapa de verdad.
A lo que ella respondía con sonrisas, pequeños balanceos de su cuerpo y algún sonido incomprensible, pero muy femenino. El repetía sus galanteos con sinceridad fuera de dudas. Poco a poco, comencé a observarlos, no sin asombro. El hombre tendría prácticamente unos 70 o 75 años y ella cerca de la misma edad. Ambos estaban de buen ver. Él, vestido sencillo, casi como un pescador o un hombre del campo, mantenía su pierna apoyada en un bordillo contiguo, con las manos en los bolsillos de sus pantalones parecía, mientras hablaba, flexionarla levemente. Al tiempo repetía:
-… pero que guapa estás Carmen. Te miro y te veo de verdad guapa, guapa, guapa…
Carmen, aún con su paraguas medio abierto entre sus manos, sonreía y parecía ciertamente contenta por ese galanteo. Ella llevaba una gabardina blanca y aunque su aspecto era sencillo parecía mucho más elegante que él. Su pelo aún fino y cuidadosamente teñido le daba un aspecto todavía aniñado, atractivo y sensual. Y sin dejar de, sutilmente, moverse, correspondía con comentarios imperceptibles, hasta incomprensibles, a las manifestaciones cariñosas de aquel señor mayor como ella, que tras sus gafas y ojitos pequeños, la miraba con astibos maduros de ternura y apetito…
- ¡Ay! mira que estás guapa… Me tienes, Carmen, que explicar cual es tu secreto, por que estás guapa, guapa, guapa de verdad…
- Pues mira Felipe (dijo ella) te lo voy a explicar. Te lo voy a decir…
Seguía lloviendo, para mí todo empezaba a ser además de real y subrealista “un cantando bajo la lluvia”. Parecían dos actores que alguien había colocado allí para un solo espectador, en la sesión matinal de un día lluvioso, y ese espectador, ya completamente entregado, era yo.
- Pues… ¿Sabes, Felipe, cual es mi secreto? … te lo voy a decir…
El aire que venía del mar doblaba la lluvia, mientras las hojas de las palmeras cimbreaban en la plaza vacía y mojada.
- Mi secreto es, que todos los días, desde que era pequeñita, me voy a dormir soñando que tengo metiditos mis pies en el agua del mar
* * *
Cuando levanté mi vista del periódico del día anterior, en el que a solas escribía, y volví a mirar… La plaza seguía vacía y no había nadie más a mi alrededor. Seguía lloviendo insistentemente, desapaciblemente y algo me decía que si no me levantaba de allí inmediatamente, me iba a quedar como un pajarito muerto de frío. Me fui caminando, perfilando con mis sueños la orilla del mar, pensando que tal vez aún, y el día como estaba, quizás conseguiría pintar algo suficientemente honesto en el estudio, y que llegado el tiempo dijese algo bello a los demás.
Xavier De Torres |