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Memorias de un verano dorado

Parece mentira la velocidad con la que caen las hojas del calendario. Ha pasado ya un año desde mi última visita. Subido en mi cuatro latas sin aire acondicionado, dejo atrás la Almería de plástico para introducirme en aquel rincón del Mediterráneo que se resiste al hormigón con la misma intensidad que a la rutinaria sequedad. La ventanilla abierta deja pasar una brisa fresca que me anuncia la proximidad al gran azul, pero aunque mis ojos no logren divisarlo aún, el paisaje me va sumergiendo en otro mar, un mar dorado.

Foto: Genoveses © Espacioazul

La fuerza del Poniente agita los rubios pastizales a un lado y a otro de la carretera, originando un oleaje armónico que me conduce a la deriva hacia el corazón del Parque. Todo ha perecido, al menos momentáneamente, al duro castigo del sol estival, que ataca sin piedad desde el cenit, recordándonos nuestra fragilidad ante su poder. Pero este océano dorado, perenne, revoltoso, se resiste a caer fulminado bajo sus centelleantes rayos y nos da una lección de supervivencia a los sensibles mortales que navegamos sobre él.

Las atochas o espartos (Stipa tenacissima), con su porte elevado y amacollado, tapizan las laderas coronándolas con sus inflorescencias (vástagos nacidos de la base de un mismo pie) en largas espigas, constituyendo un freno a las torrenciales lluvias que intentan desgarrar la tierra con la furia de cada gota. Como el Ave Fénix, regenera potente tras el fuego y en su seno da refugio a multitud de plantas y animales que encuentran entre sus largas hojas planas y enrolladas sobre sí mismas el hábitat perfecto en semejante medio hostil. Y en un pasado no muy lejano, fue tesoro dorado que podíamos encontrar en cualquier almeriense desde la cabeza a los pies.

 

Alejándonos de estas pendientes, en suelos más profundos y escasamente aireados, los espartos dejan paso al dominio de los albardines (Lygeum spartum ), que forman densos pastizales con sus cilíndricas hojas, sus espatas (hoja amplia que envuelve la inflorescencia) papiráceas (de la consistencia y delgadez del papel) doradas y sus efímeras semillas peludas dispersadas por el vendaval. Adaptado a extremos, resiste encharcamientos temporales así como suelos salinos o yesosos, facultad que explica las diversas localizaciones en las que se pueden hallar. Desde mi asiento del copiloto, absorto ante el resplandor de aquella danza fulgurante, me percato de que hasta los rincones más degradados se unen a su manera para formar parte de este multitudinario baile. Los abandonados, los olvidados, los sin nombre. Cualquier lugar es digno de vida, y es en estos entornos de escaso y pedregoso suelo en los que el cerrillo (Hyparrhenia hirta) bendice con su presencia. La cuneta de la carretera por la que circulo, aquel campo de cultivo abandonado tiempo atrás, al pie de aquel paredón, la seca rambla que bebe con poca asiduidad. Colonizadores de inhóspitos lugares impensables para otros miembros de su familia.

Y por fin alcanzo a ver el tan preciado horizonte azul. Tan perpetuo como siempre. Esperando eterno a ser explorado. Golpeando incansable los riscos y peñascos, dejándose caer sobre grisáceos arenales. En este medio volátil, en continuo movimiento, modelado por la fuerza del viento, los barrones (Ammophila arenaria) se fijan con fuerza, luchando en contra del primario instinto de las dunas, a viajar y devorar todo cuanto encuentra a su paso. Sus tallos subterráneos sujetan con fuerza las largas hojas rígidas y sus inflorescencias en espiga que soportan la dura embestida de la ventisca marina.

Los días se sucederán tan raudos y veloces como aquel impetuoso vaivén. El astro rey otorgará una tregua a todos los súbditos de esta castigada tierra. Y el color dorado irá dejando paso al verde invernal que resucitará después del prolongado sufrimiento estival. Porque si algo tienen en común el océano azul y aquel mar dorado que nos daba la bienvenida a esta tierra de volcanes y piratas, es que sus oscuras y silenciosas profundidades albergan un inimaginable universo lleno de vida a la espera de una señal que les haga resurgir a la luz de un nuevo día.

Jardín Botánico El Albardinal