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Viaje literario por el Parque |
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Son las cinco de la tarde en el mes de agosto en cualquier pueblo o cala del levante, desde Gerona hasta Almería. Un toro (un cáncer, un fusilamiento) se atraviesa en la plaza y se lleva una vida por delante. El destino juega con nosotros. Federico García Lorca, Pedro Guerrero y Paco Blanco. Tres diestros del capote, su escorzo y su valentía. Lorca es la palabra mágica que los convoca a todos. Y la tragedia, el toro del destino atravesado, su tema. Como la vida misma. Veámoslo despacio. Pedro Guerrero (Águilas, 1945), profesor catedrático en Didáctica de la Lengua y Literatura Española de la Universidad de Murcia, publicó un libro de poemas en el 2003 titulado Cumbre del pájaro herido (Alicante, Agua Clara, 2003). Uno de sus poemas se llama «Federico García Lorca» y lleva como dedicatoria: «Para Paco Blanco (en homenaje)». Es un largo poema en forma de elegía que hermana la muerte del poeta con la del amigo. Una muerte traidora segando un alma joven. García Lorca, Sánchez Mejías, Miguel Hernández, Ramón Sijé…, demasiados referentes para una temática imposible, para una poesía inquieta que se vale de los mejores hallazgos de la tradición y canta su dolor con la misma intensidad.
El sentimiento del poeta ante la pérdida del amigo sólo puede objetivarse desde la poesía que canta la ausencia y rememora la dulzura de su presencia. Pero al imitar los ejemplos señeros de Lorca y Hernández, Pedro Guerrero nos muestra el filo agudo de su palabra herida: «Cumbre del pájaro herido, despiado, / silenciado su acento más sereno». A tono con las conquistas del surrealismo y las masacres civiles y mundiales del siglo XX no podemos esperar una poesía adormecida, antes bien contenciosa y rebelde. Igual que Lorca o Hernández, negando la evidencia del toro de la mala suerte, Pedro se niega a aceptar la muerte de Paco Blanco. Las formas que expresan dicha rebeldía encabezan cada una de las estrofas: «he visto el rojo del dolor derramado», «El negro, pena dura, estaño», «verdes ataúdes, campanas verdes», «rosas pálidos», la conclusión es inequívoca: «He visto los colores –paleta sin medida-» «hoja y quejido madrugando al silencio».
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Foto: Cielo de Carboneras, © Mario Sanz |
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La dulzura de su presencia se deja insinuar en los versos que recrean el espacio compartido por uno y otro, «piedras y olas dándose besos». Ese espacio es Agua Amarga y Carboneras (Paco Blanco desempeñó, durante sus últimos años, la plaza de ATS titular en el Centro de Salud de Carboneras, llegando a ocupar el cargo de Adjunto de Enfermería en dicho centro sanitario). Durante los calurosos veranos, Pedro visitaba a Paco y juntos disfrutaban noches de guitarra y poesía junto a un nutrido grupo de «ilustres» amistades como Lourdes Ortiz, Miguel Ángel y Conchita, Paco Rabal y otros muchos amigos y amigas de ambas localidades. Por eso ante su desaparición «Es todo un mar herido. Arenas desoladas». Es imposible entender los sentimientos devastadores desatados, pero la palabra busca con desesperación una forma que diga lo que al corazón ahoga: «tumba del dolor infinito». La alegoría del destino implacable que condena a los inocentes, segando una vida en la flor de la misma, sólo puede encontrar expresión en el acto fortuito con el que el destino ha marcado nuestras vidas: «Un toro allí. Aquí otro toro/ llorando en asesino». El «allí» remite al poemario lorquiano inspirado en Nueva York, el «aquí» la plaza de toros o el Hospital de Torrecárdenas, la conclusión es similar: «El dolor aquí y allí es el mismo». Lo que duele es el vacío y la oquedad del ser, la ausencia y la desolación posterior. Nada es ya lo mismo, ni nadie puede asomarse a su corazón herido. «Nadie escupe. Nadie Escupa. Nadie», porque tras la esperanza del bien perdido alumbra el consuelo:
Emergente,
la luz toca su brillo y la paleta oral suena celeste.
Salta aquí una nube, allí brota una estrella.
Este recuerdo literario salva al poeta del dolor íntimo y proyecta sobre el amigo una digna elegía que se debate, como no podía ser de otra manera, entre la indignación y la literatura. Los versos más intimistas aluden al recuerdo de su viuda (Mª Castillo Gelde) y a su hijo (Juan Antonio): «Viene un niño a sentarse entre el hueco de sus brazos/ y el amor oscuro busca la luz en Nueva York»; otros, a la literatura: «Verde queriendo como el viento verde» (Lorca) o «Todo el amor, la cinta marinera» (Alberti). Son los guiños cómplices de la amistad, que también acogen referencias culturales más amplias: «donde Goya recortó los almidones» o de Valle-Inclán «geografía esperpéntica de España», incluso Blas de Otero, resaltando Lorca, Alberti y Hernández como referentes más inmediatos. Recordemos un caso actual, el de Jiménez Millán y Javier Egea, donde el punto de encuentro no es otro que la luz incierta del mediterráneo y la vinculación sentimental entre seres y cosas: «Olivo inquieto convocándose en cal, / plata creada con el metal de la poesía». Pedro Guerrero ha querido tributar no sólo un homenaje a Paco Blanco, sino que ha elevado el sufrimiento particular a la categoría de poesía.
Su sentimiento forma parte de nosotros como lectores y se inscribe con pleno derecho en la corriente elegíaca de la reciente historia de la poesía del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar. Una elegía marinera que integra la complejidad moderna: «Imperfecto, Wall Strett gime salvaje./ Oxígeno, sirenas y hormigas fingiendo en amarillo» y nuestra tradición literaria, esta última al conectar con la generación del 27, el grupo de la amistad, y sus poemas elegíacos más conocidos. Reproducimos la última estrofa:
De la testuz del toro al golpe del Pegaso,
pobres o ricos, mujeres, niños,
hombres blancos o negros,
es lo mismo. Y aunque la insolencia
procura ver su hazaña
es siempre el ojo
quien salta el muro arrastrándose
hacia el infinito sideral.
Nadie se ocupa del silencio
aunque mueran los hombres,
oleadas de hombres muertos.
Nadie escupe. Nadie escupa. Nadie. Miguel Galindo |
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