Estas líneas merecen detallado comentario. La impresión es primigenia, realista, detallada mediante adjetivos que encarecen la imagen y nos muestra a Rafael fascinado ante el asombro de la contemplación. Tan intensa experiencia estética desemboca en la desnudez de los cuerpos arrojándose a las aguas cristalinas de un espacio, una playa, que invita a todos a disfrutar sumergiéndose en su belleza virginal. No basta con ver, su belleza nos arrastra a comulgar cuerpo a cuerpo con ella.
Tal impacto le produce que el siguiente párrafo dedicado a los escasos metros de subida bordeando la punta de la Galera hasta vislumbrar el pueblo, lo hace con la lentitud de una tortuga (obsérvese el adverbio "pausadamente"):
"Nos aproximamos pausadamente. Desde la playa el terreno ascendía en suave pendiente bajo la alfombra de flores silvestres: amarillas, moradas y rosas. Laderas risueñas por las que zanganeaba un rebaño de cabras y ovejas a su libre albedrío. El entorno parecía alegre y, sin embargo, la población se nos antojó muy pobre, en patético estado de abandono."
Dejemos en este punto la narración. Nos sigue llamando la atención los adjetivos, pero sus valoraciones adquieren mayor interés. Recordemos el final del párrafo anterior: «Un pueblo marinero, bordeado por amplio anfiteatro de cerros, dorados y ocres»; veamos este otro: «Laderas risueñas... El entorno parecía alegre», cuando al final de este capítulo (III, pp. 44-48) nos relate el camino de vuelta hacia Mojácar lo hace así:
"Bostezaba ya el sol allende los cerros y nos acariciaba la brisa del atardecer. En lontananza, al sur, la pavorosa Punta de los Muertos. Más cerca, hacia el norte, la punta en cuyas inmediaciones se yergue la Torre del Rayo, con su pesada silueta de bisonte agachado junto a la bahía."
Sin embargo, algo queda como un murmullo de olas de levante rompiendo en su cerebro y esta percepción conecta la experiencia de Goytisolo con la suya:
"La palabra turismo resonaba aún en nuestras mentes, en la lejanía. El turismo y esas pintadas obsesionantes, en innumerables muros y piedras del camino, a lo largo y ancho de la provincia de Almería. ¡Franco... Más árboles, más agua!
Al detenernos en un ventorrillo de El Sopalmo, un campesino juglar nos recitó el siguiente verso: "El pueblo de Carboneras -es un pueblo miserable-, que en faltando la pesquera,-todos se mueren de hambre»."
Y en esas ya no estamos, si nos percatamos de que, entre «la pavorosa costa de Los Muertos» y la localidad de hoy, Carboneras cuenta con tres puertos (dos industriales y uno pesquero), dos grandes industrias (eléctrica y cementera), una planta desaladora, otra para almacenamiento de biocombustibles, y un turismo de ladrillazo salvaje como ya predomina por cualquier otra localidad costera. A esto hay que sumarle la «pesquera» superviviente, la agricultura de invernadero allende ramblas arriba y abajo, y le ponemos la guinda al pastel con el turismo, categoría "ñu", que arrasa en oleadas cualquier espacio protegido o por proteger que se encuentre a su paso.
Las temporadas altas quieren ser cada vez más altas y más prolongadas en el tiempo, tiempo del consumo, ocio estresante para aquellos que abandonan los barrios de ciudades populosas y no les importan las incomodidades de un negocio que los desprecia, a cambio de ser buenos consumidores y productores de basura.
Desde una playa pública a una playa privada, Marina d'or, al loro, lágrimas nostálgicas para tiempos que se agostan. Miguel Galindo
Colaborador del equipo de redacción del Eco del Parque |