El discurso oficial nos presenta los biocarburantes como una alternativa ecológica a los carburantes fósiles.
La colza, el trigo, el maíz, el girasol en Europa; la caña de azúcar, la soja, la palmera aceitera o el sorgo, en los países del sur, ayer utilizados para la alimentación, llenan hoy los depósitos de carburantes de nuestros coches.
La deforestación de los bosques primitivos para dar paso a esos cultivos y el posterior uso de fertilizantes y herbicidas hace que no se puedan presentar como ecológicos.
Stephen Corry director de Survival denuncia: “los biocarburantes contribuyen al efecto invernadero, a la pérdida de biodiversidad, a la subida de los precios de los productos alimenticios, y amenazan la supervivencia de los orangutanes y muchos otros animales. Las compañías que promueven esta industria tienen la voluntad de hacer desaparecer los pueblos indígenas para acaparar sus tierras”.
Brasil, Indonesia, Malasia, Colombia, Camerún, son algunos de los países que se han lanzado a la conquista de este nuevo mercado, las consecuencias son devastadoras. En estos países los bosques primitivos, protectores de la biodiversidad y necesarios para el equilibrio del clima mundial, son sacrificados para dejar paso a los biocarburantes.
Las plantas utilizadas para producir biocarburantes son, a menudo, especies invasoras que amenazan la biodiversidad:
La “canne de provence” (Giand reed, Amudo Donax) introducida en algunas regiones de América del sur y África, crece hasta 6 ó 7 metros de altura y necesita 2.000 l. de agua por cada metro de crecimiento.
La hierba de elefante (Miscanthus) o el piñón de india (Jatropha curcas), considerada como oro verde del desierto porque crece en regiones semiaridas; son seleccionadas por su crecimiento rápido y su mayor productividad, dos características de las especies invasoras, causantes de pérdida de biodiversidad.
El sorgo de azúcar (Sorgum bicolor) crece en terrenos secos, tolera la salinidad, en una misma superficie cultivada consume dos veces menos de agua que el maíz y ocho veces menos que la caña de azúcar, con el mismo valor nutritivo.
Los Estados Unidos y la Unión Europea quieren desarrollar estos biocarburantes para luchar, supuestamente, contra el cambio climático.
La presión es muy fuerte hacia los países del tercer mundo para que se lancen a esta clase de cultivo de exportación, con la obligación de importar lo necesario para su alimentación, lo que los someterá a las leyes del mercado, que siempre van en su contra. (Es ya el caso de algunos países subsaharianos)
Lo más grave son los daños causados a los pueblos indígenas.
Un informe presentado al forum permanente de las Naciones Unidas sobre las cuestiones indígenas denuncia: “las violaciones de los derechos humanos, los desplazamientos y los conflictos provocados por la expoliaciones de las tierras y bosques para producir biocarburantes”. Victoria Tauli-Corpuz, presidenta del forum, ha declarado que, de seguir a este ritmo, la expansión de los biocarburantes amenazará las tierras y el modo de vivir de 60 millones de indígenas en el mundo.
La palmera de aceite es la más depredadora. En Indonesia y Malasia la situación es insostenible. En Colombia, miles de familias, la mayoría de ellas indígenas, han sido violentamente expulsadas de sus tierras para cultivar biocarburantes. En Brasil, millones de hectáreas de ecosistemas naturales, en el Cerrado y en la Amazonía, son destruidos para dejar paso a la soja y a la caña de azúcar, de paso las comunidades agrícolas antiguas son expulsadas.
Por estas razones, Jean Ziegler, informador especial de la ONU especialista en los problemas alimentarios, ha pedido una moratoria de cinco años sobre los biocarburantes.
La energía “verde” gusta más a las multinacionales del petróleo que a los ecologistas o a los campesinos del tercer mundo. Si los primeros esperan que sea un paliativo lucrativo a la próxima escasez del petróleo, los segundos ven en ella un grave peligro para el medio ambiente y la alimentación.
Antonio Martínez
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