Cuando Juan escribió Campos de Níjar yo aún no había llegado, pero Diego estaba allí inspirando una obra que poco después yo recibiría como regalo de los dioses con su palabra verdadera. Allí, en el libro, estaba Juan, estaba Diego y estaba yo: un camino que solo pueden recorrer las palabras de la tribu o el canto del pájaro amarillo en el paisaje sumergido de Klint.
Diego nunca fue presentado a Juan, ni a Valente, ni a Klint, pero yo estoy segura de que se conocían, en algún lugar se encontraron, algún día, una de esas tardes de cielos rosados que barruntan poniente. Porque Diego sabía de vientos, de tierra, de fuego y de agua. Sus dedos manejaban el barro y el esparto con un saber hacer sin dudas, preciso y definitivo. Se hacía acompañar del viento agarrado a la molina en un enérgico abrazo y surcaba la tierra con caballones dejando pasar caballerosamente al agua. Respetuoso con los elementos a los que lejos de querer dominar, adulaba y encantaba, porque Diego había nacido con gracia, era el quinto de los hermanos y lloró antes de nacer, su madre lo escuchó, por eso sus manos tenían la capacidad de sanar.
El viento, el agua, las piedras y el fuego. A la noche el fuego acompañado de palabras. Diego era un hombre de pocas palabras: las necesarias; pero en invierno, junto al fuego, las palabras de la tribu eran conjuradas y aparecían los relatos de la voz, no era la garganta de Diego, era la voz del mundo. Se sentía orgulloso de haber ido algunos años al colegio cuando de niño vivía en la Villa, lo que le permitió aprender a leer, a escribir y las cuatro reglas; eso le bastaba para comerciar con la leche de sus vacas y ganar los cuatro duros que necesitaba para comprar la gasolina de su moto y el paquete de celtas cortos que eran sus lazos con la civilización. Él me admiraba a mí porque iba a la universidad y yo le admiraba a él.
Diego nunca escribiría literatura, pero él estaba presente en Lorca, en Miguel Hernández, en Machado, en Juan Ramón; era un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra, ligero de equipaje, con ojos de escarabajo de cristal negro y que nunca enamoraría a una mujer que tuviese marido. De cuya tierra que abona y estercola yo quisiera ser, llorando, el hortelano. Diego está en Goytisolo, en Campos de Nijar, en mi memoria. Se fue demasiado pronto, pero gracias al cantor siempre estará con nosotros, con los que sólo conseguimos aprehender de su saber aquello que atrapamos entre las líneas de un texto dibujado en el papel, porque fuimos a la universidad.
Gracias Juan Goytisolo, gracias abuelo Diego.
Ynma Nieto |