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La
Playa de Los Genoveses
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Si me pedís que os narre
algún hecho o historia dignos de mención
y que hagan más ameno nuestro turno de vigilancia,
creo poder complaceros, aunque he de advertiros de antemano
que no se trata de leyenda ni fábula alguna,
sino de una noticia tan cierta como que Muhammad es
el Profeta.
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Foto:
Playa de Genoveses, © FJCR |
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Aconteció en tierras
de la taifa de Almariyat, cuando corría
el año de 541 de la Héjira y de
1147 para los Rumí (cristianos). En aquellos
días yo no era más que un niño
de corta edad, y vivía en Níjar,
ciudad donde nací. Mi padre era hombre
de pocos recursos y trabajaba de pastor cuidando
rebaños que no eran suyos, a cambio de
unos pocos morabetines. Por eso me resultó
imposible asistir a la escuela coránica,
como hacían los zagales pertenecientes
a las familias acomodadas. En su lugar, debía
ayudar en el trabajo, para así librar a
los míos de las penurias que suelen acompañar
a la pobreza.
Teníamos por costumbre en verano dirigir
los rebaños hacia la costa, que dista a
escasas leguas de Níjar, en los alrededores
de Qabit Bani Aswad o Cabo de las Ágatas,
como le llaman los Rumí. Cuando soplaba
del este, el aire venía cargado de humedad
de la mar, haciendo más soportable los
rigores del estío meridional. Además
la brisa impregnaba de rocío a los matorrales
y a los escasos pastos que servían de alimento
a los rebaños en aquellas tierras calcinadas.
No se podía decir lo mismo si el viento
soplaba de tierra adentro, que abrasaba como el
fuego, y del cual había que protegerse
en alguna cueva o cabaña.
Cierta mañana que
mi padre y yo ya nos habíamos separado
era lo habitual, pues así dividíamos
las cabezas y no agotábamos los pastos
del paraje donde nos hallásemos me
dirigí a la llamada Playa del Morrón,
donde existe un famoso fondeadero y adonde solían
arribar las naves procedentes del Magreb, cargadas
del oro y marfil que las caravanas de camellos
porteaban desde el otro lado del desierto, allá
en los reinos bañados por el gran Río
Níger. Había decidido subir hasta
lo alto del morrón, que se adentra en el
mar y protege al fondeadero de los fuertes vientos
de poniente, y desde donde se podía contemplar
la mar y su infinita belleza. Allí solía
haber matojos para mis cabras durante cualquier
época del año, y a mí me
encantaba pasar las horas tumbado, con la mirada
perdida en el horizonte azul, pensando en países
imaginarios y aventuras a bordo de navíos
piratas.
Pero ese día tuve
una visión que con brusquedad habría
de arrebatar para siempre la inocencia y los sueños
de mi efímera niñez. De principio
no supe discernir si lo que me mostraban los ojos
era real o tan sólo fruto de mi exagerada
imaginación. Pronto supe que no se trataba
de engaño alguno. En el horizonte, hacia
el nordeste, una gran flota de navíos se
aproximaba navegando no muy lejos de la costa.
Jamás había visto tan elevado número
de barcos, pues a simple vista bien podrían
superar los doscientos. Entre ellos supe distinguir
al menos sesenta galeras pertrechadas para plantar
batalla.
Aun siendo tan joven, no tardé en advertir
el peligro que se acercaba. Aquellas mismas galeras
habían surcado esas aguas un año
antes. Pertenecían a los Rumí y
en aquella ocasión habían atacado
la medina de Almariyat, con la intención
de apoderarse de ella, mas, la falta del apoyo
de un ejército en tierra para el asedio,
la astucia de Ibn al-Raminí, el gobernador
de la ciudad que no pagó la cantidad negociada
para una tregua, y la llegada inminente del otoño
con sus temporales, dieron al traste con la empresa,
y los Rumí, en su mayoría genoveses,
tuvieron que irse por donde habían venido,
muy enojados y sin botín.
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Mas ahora la situación
era bien diferente. Los Rumí de diversos
reinos y condados genoveses, catalanes,
castellanos, leoneses, entre otros habían
organizado una cruzada contra Almariyat,
argumentado que la ciudad se había
convertido en una república anárquica
de piratas que atacaban constantemente a
sus navíos comerciantes cuando
en realidad eran ellos los verdaderos piratas
que sólo navegaban al corso y
que los navíos con base en Almariyat
ponían constantemente en peligro
la seguridad de sus reinos y ciudades.
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Pero esto no era
más que un pretexto. Lo que realmente
les había movido a preparar esta
nueva contienda esto lo entendí
años después era destruir
Almariyat y su envidiable flota de navíos,
para así poder ellos adueñarse
de las codiciadas rutas comerciales a lo
largo y ancho del Mediterráneo.
Sin perder ni un
solo instante, y sin abandonar a mi rebaño,
me dirigí tan rápido
como mis cortas piernas me lo permitían
a la torreta de vigilancia más
cercana. El hecho de encontrarla vacía
me hizo comprender que los soldados ya se
habían hecho eco de las malas nuevas
y habían huido hacia posiciones más
seguras. Después, ignorando el peligro
que corría, abandoné al ganado
en un lugar apartado y volví a la
playa para descubrir que muchas de las naves
habían fondeando en todas las playas
y calas circundantes, como si esperasen
a una orden definitiva de ataque. Nadie
podía imaginar que los Rumí
se quedasen en las calas y playas cercanas
a Qabit Bani Aswad durante casi dos meses.
Tan sólo quince galeras vinieron
a ponerse como exploradores y antiguardia
a vista de la ciudad. ¿Por qué
se habían quedado allí?, me
preguntaba cada vez que realizaba una incursión
clandestina mi padre y otros familiares
me habían prohibido acercarme a la
costa. La respuesta la supe cuando ya fui
hombre. Los genoveses y pisanos habían
pactado con Al-Soleytan es decir,
el sultancillo, mote con que
se conocía al emperador Alfonso VII
de León que éste último
apoyase con un poderoso ejército
el asedio de la ciudad-. Pero el tiempo
pasaba y Al-Soleytan no aparecía
con su anunciada hueste. Y es que los musulmanes
de Baeza le presentaron batalla en su avance
hacia Almariyat, entreteniéndole
y dispersando a gran parte de los suyos.
Finalmente arribó
el conde de Barcelona con un gran número
de naves y quinientos treinta caballeros
acompañados de soldados. Se acercaba
entonces el momento del ataque. Justo cuando
genoveses y catalanes acabaron de construir
el campamento llegó Al-Soleytan con
cuatrocientos caballeros y mil infantes.
Tras una sangrienta aunque valiente lucha
Almariyat capituló y negoció
su rendición con los Rumí.
La medina quedó casi destruida y
los campos y huertas circundantes fueron
arrasados. La población huyó
despavorida hacia Granada o hacia Murcia,
como fue nuestro caso, pues tuvimos que
abandonar nuestra casa y otras pocas pertenencias
para refugiarnos de la furia y desbocada
ansia de los Rumí. Destruyeron los
telares de Almariyat y Níjar e hicieron
cautivas a muchas mujeres tejedoras y a
niños, que se llevaron a sus ciudades
para que les fabricaran telas con las que
comerciar.
Por ventura de Allah,
Almariyat fue conquistada por los Almohades
diez años después, aunque
todavía hoy se me entristece el corazón
al pensar que tal vez nunca vuelva a ser
lo que fue, luz y esplendor de Al-Andalus.
Francisco Javier
Carrasco Rosado
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